martes, 9 de abril de 2013

Me obligo a pensar, aunque me distraen las luces de la pantalla. La desmotivación es evidente y dura. A veces siento que me quedo sin palabras para describirla; a veces, ni siento. Hay un abismo que crece y crece entre mis pensamientos y la realidad, entre mi cuerpo y mi centro de emociones, entre vos y yo, entre mis pies y el paso siguiente. Y en ese abismo yo toco fondo, siento el vértigo de la caída y siento el golpe contra la nada. También siento lo difícil que se va haciendo tomar impulso para salir. A veces, ni siento.

Lo hondo tiene su encanto, los jardines de flores marchitas, las lápidas, lo perdido, las añoranzas enterradas pero latentes... y también estás vos —o tu fantasma—, dando vueltas alrededor mío y recordándome que la sangre en la cara, seca o fresca, sale de alguna herida anterior. Cuánta borra de café hay también acumulada en el aljibe, cuántos puchos en el fondo (y muchos llevan tu nombre, fumás conmigo a solas, escondida y borrosa, como si te viera sin lentes, como si estuvieras lejos... pero estás al lado, te puedo tocar).

El panorama es tan pintoresco que, a veces, no tengo ganas de salir. Hay algo que me enamora de todo ésto, quizá sean los recuerdos, o el aire limpio del pasado... o el miedo a caer de vuelta. O capaz que sos vos, tus ojeras, tus pecas, tu aroma, tus cuchillos en mi espalda, tu destrato, tus besos. A unos metros en el abismo, está el cementerio, lugar que siempre recuerdo, paradójicamente, como un lugar lleno de vida y amor. Vos sabés a qué me refiero.

Pero una fuerza me empuja para salir del pozo, hay algo que me tira una cuerda y me obliga a subir de vuelta, a pesar de que el fondo se aleja y sé que voy a caer otra vez. Éste soy yo, alguien que se obliga a vivir, a caer y subir, caer y subir como en un círculo vicioso, una calesita macabra de la vida, cuyo chirrido espeluznante es para mí una pieza de Bach. Una constancia inerte, quizá el eterno retorno. Tal vez el ciclo de la lluvia, tal vez mi vida o la tuya. O capaz un reflejo adolescente de alguien que, llegando a los 22, se siente como un idiota (y encima de 15 años).

En una mano, tenés una escopeta. En la otra, tu reloj. Yo, espero que me dispares, o espero que me esperes.

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