martes, 23 de junio de 2015

Décadence

Jugar a la vida en el patio de atrás,
una gran idea, y que no nos agarren.
Tu cuerpo y el mío dibujando círculos,
trazando líneas irregulares, triangulares.

Manifiestos de poesía décadent
se erigen en papeles de servilleta,
donde sólo uno mismo los puede ver
a través de una terrible silueta.

Sonrisas en el jardín, tristezas en el bar.
Así transcurren los días melancólicos,
tremendistas, fatalistas, corren sin parar,
tras una rima que produzca cólicos.

Resacas de boliche trasnochado,
jugarretas de la vida de bohemia,
una vastísima epidemia
de poesía sin presente ni pasado.

Verás que no soy prolijo;
prefiero un estilo bruto, austero.
Crudo entre tanta solemnidad,
seriedad y bichos rastreros.

No es más que un reflejo,
tan sólo un reflejo de lo que soy.
Un decadente, un mediocre indiscreto
Insulto a la poesía, y en eso estoy.

Fuego fatuo II

La Luna vierte su líquida luz sobre una osamenta que descansa por siempre en el pasto. Aquel pobre animal, abatido y carcomido por las larvas, hoy es un hermoso espectáculo para ver de lejos sin acercarse. Dicen que dentro de ese cráneo moran los demonios, Mandinga aguarda la torpeza de aquel que ose acercarse, para llevarse su ánima a lo más recóndito de sus infiernos.

¿Qué más quisiera yo que adentrarme en sus dominios hádicos, como un espartano que lucha contra un destino intransigente? Sin embargo lo cambia y se siente a gusto entre el fuego infernal, besado por las lenguas píricas que lo guardan del frío de la soledad. 

Me atrae hacia la osamenta tu cuerpo ardido de pasiones desconocidas, como Hécate guiándome hacia un nuevo comienzo, o como una sirena en el agua, ocultando macabras intenciones que conozco de antemano; me llevarías hacia aquellas profundidades para que alguien descargase sobre mí una infinidad de hebras ínfimas de oro fundido, para matarme y cobijarme para siempre en un sarcófago dorado cual sol brillando sobre tu cabellera.

Entre el pasto cubierto por la escarcha es más fácil aún ver el resplandor lejano. La luz pasa por los microscópicos cristales de hielo, aumentando la magnitud lumínica que me atrae, cada vez más hipnotizado y con tu voz resonando en mi propio osario natural. No es la cal lo que quema mis huesos, no. Tampoco es aquel fuego lejano. ¿Qué será? ¿Será, quizá, la luz del cielo de Selene y su séquito de estrellas? ¿Serás vos?

Sin dudas. No hay más preguntas por hacer. Sólo esperarte, que tomes mi mano, y nos vayamos juntos a donde nadie nos vaya a encontrar: el Inframundo de Hades.

Fuego fatuo

Te llamo, por una vez,
en tono solemne.
Como si el ígneo ardor
de tus mejillas casi rojas
fuesen el fuego fatuo
donde se queman mis esperanzas.

¡Luz mala! Aquella,
la que temen los campesinos,
los niños y los citadinos.
Los muertos vivos
y su querella indolente
que marca el viejo trino.

Fosfóricas apariciones
en tu frente, en tu cara,
en tu boca, en tus ojos.
En los míos, en los de él,
trágico final para esto,
una comedia sin fin.

Me enamoro del resplandor,
la oscuridad sumida
tras esa belleza inconmensurable.
¿Qué mata las pasiones
más que la vida grisácea?
Pregunto y nadie responde.

La respuesta está en tus manos.
Manos de terciopelo azul,
rojo, verde, dorado,
tornasolado.
Suavidad que deseo y no tengo;
aspereza que tengo y no deseo.

Vuelvo sobre mis pasos,
quiero recordarlo todo:
desde que mi sangre hirvió,
por primera vez, al verte
impasible y rabiosa por dentro
en llamas y dichosa por fuera.