jueves, 11 de abril de 2013

Llueve y no tengo paraguas. Las calles húmedas de Montevideo hacen que me resbale torpemente, mientras choco con otros transeúntes. Guarecido bajo un techo, veo las gotas caer desde la cornisa lentamente, las puedo contar. La lluvia en mi cabeza es peor.

El paisaje gris es el perfecto marco para un café por la mitad, un tabaco y algún disco de Jazz o Bossanova. ¿Por qué no, también, un whisky? Me encantaría sentarme en el sillón y fumar con Charlie Parker de fondo, pero en cambio estoy en una silla dura, sudando por el calor y la humedad, escuchando a un par de tipos que dicen cosas que no me interesan.

En ésta melancolía busco refugiarme detrás de un papel, gastando tinta ajena en nada. Cuando salga de acá me espera un largo viaje en ómnibus, que seguro voy a aprovechar para dormir, o para escuchar unos tangos de regreso a casa.

Desde acá adentro —un subsuelo mugriento— se puede escuchar el sonido de las gotas golpeando el suelo. Cada una de ellas me hace acordar a tus palabras, golpeando mi cabeza y haciéndome ruidos, taladrándome de a poco, desquiciándome, enloqueciéndome. Esas gotas son mis lágrimas, aquellas que me arrancaste violentamente, vulnerándome y dañándome como en un juego cruel donde tus traumas, tus manías y tus temores hacían catarsis en mí, aprovechándose de mi niñez, mi inocencia.

Todos estos golpes fueron los que me forzaron a ser quien soy. Ellos me dejaron estas marcas en la piel. Hoy ya no duelen tanto, solo me recuerdan (de vez en cuando) que seguís ahí, que esas marcas son sangre de tu sangre y, por lo tanto, estás en mí... y yo sé que estoy en vos de alguna manera. Y a pesar de todo, estas marcas rojas, estos tajos, estas pinturas de sangre le dan color al gris de mi piel.



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