sábado, 29 de marzo de 2014

En el principio, era la nada. Tan solo un pastizal de tierras fértiles y tiempo nuevo a estrenar. Poco a poco, el viento trajo semillas que se posaron sobre aquellos pastos por un instante, hasta que cayeron a la tierra, echando raíces lentamente, como si no hubiese nada por delante que determinara a estas semillas el tiempo que debía transcurrir para madurar, crecer, forjarse. Los años pasaron impasiblemente por esta pradera, que poco a poco se fue convirtiendo en monte nativo con el advenimiento de árboles que se asomaban tímidamente seguros desde lo profundo del suelo. Los primeros animales fueron llegando y todo era paz. Tanto era así, que el pequeño monte ni siquiera se defendía ante los vientos que lo sacudían, sin importarle que las raíces de sus árboles se debilitaran, o que los animales fuesen un poco flacos.

Las lluvias empezaron a alimentar de más a este monte, que devino en una pequeña pero frondosa y abundante selva. Sus copas verdes iluminaban el cielo de tal manera, que en los alrededores, éste se veía verde y no celeste. No se sabe en qué momento ni por qué, pero el brillo se empezó a apagar lentamente después de unos años. Algunos piensan que algún animal curioso trajo una peste de afuera. Otros, que las debilidades de los árboles en los primeros momentos son las responsables. Otros, que las ciudades que estaban relativamente cerca empezaron a contaminarla. Los vientos empezaron a traer estos aires nuevos, viciados, espesos y oscuros, que no tardaron en deteriorar el interior de la selva, especialmente al suelo y a los animales, que de a poco se enfermaban, y más adelante acababan por morir envenenados. El problema ya estaba adentro.

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