martes, 11 de marzo de 2014

La frondosidad de la selva cubría a los secretos y los dolores de la acusadora mirada de las cámaras aéreas. Desde fuera, no podía verse nada que morara entre las plantas, los venenos, los animales, los horrores y las negras copas de los árboles (esas que recuerdan a los gorros frigios). La abundancia de algunos tiempos pasados se había encargado de dotar a los gigantes de madera de un follaje tan espeso que hasta los rayos de luz temían penetrar por miedo a perderse.

Dentro, el caos. No había nada ahí que sobreviviera al aire pútrido que periódicamente entraba a la selva con el solo propósito de matarla por dentro. Las flores caían rendidas, los animales hacían ruidos sordos sobre el suelo terroso, los dolores ardían al rojo vivo y los secretos gritaban a viva voz sus desencantos.

Esta higiene devastadora tenía secuelas bastante terribles y duraderas, las plantas no crecían durante mucho tiempo —aún cuando los animales que se alimentaban de ellas estuvieran muertos—, los hongos se desinflaban como globos y permanecían así. La vida parecía dejar de existir. Solo quedaba el vacío atormentador y perturbador, esto era lo que provocaba el aspecto fúnebre de aquellos árboles que, cansados de luchar, se caían de a poco. Con el tiempo, lo único que quedó de toda esta majestuosidad fue el cadáver de la selva, que ya ni siquiera se lamenta por los vapores de la descomposición, que ahora no dejan de recorrerla.

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