lunes, 2 de noviembre de 2015

En el circo continuaba la función. Los trapecistas, desde lo alto y desafiando a la muerte, pintaban en la cara de los espectadores un gesto de asombro y admiración. en contrapartida, estaban aquellos payasos cuya sonrisa era tan frágil como el maquillaje que la dibujaba. Esas sonrisas amargas, falsas, ocultaban un sinfín de travesías tristes de esas que la vida se encarga de presentarnos día a día.

Bajo la carpa nadie podía imaginar que detrás de esa pintura se ocultaban las lágrimas, la nostalgia, el hambre. Los niños ríen porque los payasos lloran; de otra forma no funcionaría, toda acción tiene una reacción igual y opuesta.

En las "carpas" de cartón de algunos payasos sólo se oía la lluvia, el llanto, una radio vieja a pilas cantando un tango desganado, la pancita de los botijas rugiendo de hambre. Sin embargo, en el circo parecía que todo aquello se desvanecía por unos instantes, brindándole alegría al barrio se podía llenar el vacío de la existencia.

Hay muchas cosas en este mundo que me hacen sufrir. Una de ellas es la nariz roja de estos arlequines de vida anónima, desconocida. Me amarga la brillante sonrisa de un bufón.

Cualquier parecido con un murguista (no) es pura casualidad.

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